Impasse: un tiempo en suspenso

Colectivo Situaciones

Hablamos de un impasse para caracterizar la situación política contemporánea. Imagen resbaladiza y difícil de teorizar, pero muy presente en las diversas situaciones que re­corremos. En tanto concepto que intentamos construir, requiere una práctica perceptiva que nos sitúe más allá de las representacio­nes utilizadas por la lengua de la política, el ensayo, la filosofía o las ciencias sociales. Y una sensibilidad que nos arrastre hacia ese tiempo en suspenso, en que todo acto vacila, y donde sin embargo ocurre todo aquello que requiere ser pensado de nuevo.

La noción de impasse aspira a nombrar una realidad cuyos signos no son evidentes y se propone como clave de inteligibilidad de la atmósfera en que vivimos. Para ello acudi­mos a un conjunto de conversaciones orien­tadas a indagar qué articulaciones discursi­vas, afectivas y de imaginación política habi­lita la actividad en el presente. Un presente que, como dijimos, se revela como tiempo en suspenso: entre la ironía del eterno retorno de lo mismo y la preparación infinitesimal de una variación histórica.

El impasse es sobre todo una temporalidad ambigua, donde aparentemente se han de­tenido las dinámicas de creación que desde comienzos de los años noventa animaron un creciente antagonismo social –cuyo alcance puede verificarse en la capacidad para desti­tuir los principales engranajes del neoliberalis­mo en buena parte del continente.

Decimos que la detención es aparente porque, como veremos más adelante, no es cierto que se haya diluido de manera absoluta la perspectiva antagonista, ni mucho menos que se encuentre paralizado el dinamismo colectivo. Por el contrario, en el impasse co­existen elementos de contrapoder y de hege­monía capitalista, según formas promiscuas difíciles de desentrañar.

La ambigüedad se convierte así en el rasgo decisivo de la época y se manifiesta en una doble dimensión: como tiempo de crisis que no posee un desenlace a la vista; como esce­nario donde se superponen lógicas sociales heterogéneas, sin que ninguna imponga su reinado de manera definitiva.

Lo cierto es que la sensación según la cual la actividad política desde abajo (tal como la conocimos) estaría atascada y como adorme­cida, adquiere incontables matices cuando concebimos la realidad latinoamericana y de buena parte de occidente. La complejidad de situaciones que no cesan de mutar por el in­flujo de la crisis global nos impulsa a consi­derar este impasse como un concepto abierto –tal vez momentáneo, tal vez duradero– a to­dos los tonos y derivas posibles.

En el impasse, […] el tiempo trans­curre sin confianza en el progresivismo e in­sensible a toda totalización. El suspenso se co­rresponde con una sensación de detención/inaprehensión del tiempo, de incapacidad de aferrar los posibles de una época acosada por todo tipo interrogantes. Es un tiempo movido por una dialéctica sin finalidad. Pero, a la vez que rechaza el argumento de que asistamos a un nuevo fin de la historia (como se promocionaba hace poco más de una década), se expande un estado de ánimo donde conviven el agotamiento del sentido histórico con un re­nacer esplendoroso de lo ya-vivido.

¿En qué aspecto hablamos de agotamiento histórico? En tanto las posibilidades parecen multiplicarse hasta el infinito, pero el sentido de la acción se vuelve insondable, se disipa. La posibilidad de la apertura (la apertura de la posibilidad) que se presenta “como a mano”, esa tentativa de pregunta absoluta (una suerte de ¿y por qué no?), se revierte, en el tempo del impasse, en dinámica de atoramiento.

Finalmente, ¿a qué nos referimos con un retorno de lo ya-vivido? A una economía fan­tasmática que hace que lo actual se vista de memoria, de manera tal que el pasado retorna como puro recuerdo, homenaje o conmemo­ración. Este retorno de lo mismo como recuer­do se da como cierre ante una pregunta que abrió un tiempo nuevo y, sin embargo, quedó desfigurada. Desfigurada en tanto se la quiso clausurar con las respuestas históricas de lo ya pensado, neutralizándola como espacio de problematización. Y, aun de ese modo, per­siste latente o pospuesta como tensión irre­suelta. En el impasse se configura así un jue­go incesante de frustraciones y expectativas.

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Gubernamentalidad y nueva gobernabilidad

De la dictadura al triunfo del neoliberalismo vivimos en Argentina –como parte de un pro­ceso ampliable a Latinoamérica– la instalación de un tipo nuevo de gobierno, cuyo funciona­miento ya no depende de la soberanía única y preexistente del estado, sino que se desdobla en infinitas instancias de gestión, a partir de acoplamientos contingentes capaces de inter­venir ante cualquier hipótesis de conflicto. La novedad reside en una invención permanente de dispositivos políticos, jurídicos, de merca­do, de asistencia y de comunicación, que son articulados cada vez para tramitar situaciones puntuales. A esta forma de enraizamiento del gobierno en la sociedad Foucault la denominó gubernamentalidad. Se trata de la incorpora­ción de dispositivos monetarios, de gestión de la opinión pública, de la influencia mediática y de reglamentación de la vida urbana que ha­cen del neoliberalismo una forma de control inmanente de las vidas, de su cálculo y de su disposición mercantil, al mismo tiempo que toma en cuenta el desarrollo de las libertades e iniciativas como valor máximo. En América latina, sin embargo, este nuevo régimen de go­bierno tuvo una singularidad: fue definitivo en su triunfo la instauración de formas de terror contra-insurgente entre los años 70 y principio de los 80. A partir de entonces, el estado deja de ser la síntesis soberana más consistente de la sociedad, para fundirse como un actor entre otros, al interior del funcionamiento de unos dispositivos de gobierno más complejos (gu­bernamentalización del estado).

Creemos que debido a las experiencias colectivas surgidas en torno a los movimien­tos sociales –desde principio de los noventa y hasta los primeros años del nuevo siglo–, que más tarde provocaron en muchos países de la región un desplazamiento de los modos de gobernar en la medida que obligaron a la interpretación de algunos núcleos críticos ma­nifestados por estas nuevas insurgencias, se genera un punto de inflexión al interior del pa­radigma de la gubernamentalidad neoliberal.

A esta inflexión la llamaremos nueva gober­nabilidad. Está formada por la irrupción de las dinámicas sociales que cuestionaron la legiti­midad del neoliberalismo puro y duro y la pos­terior llegada al poder de los gobiernos “pro­gresistas” en el Cono Sur. Gobiernos que fue­ron determinados, de modos e intensidades variables, por la repercusión alcanzada por el nuevo protagonismo social en la alteración del régimen de gobierno puramente neoliberal. Nos interesa marcar aquí el sentido de la se­cuencia: fue el poder destituyente de estos mo­vimientos el que impugnó y puso en crisis los dispositivos financieros, de asistencia social subordinada, de expropiación ilimitada de los recursos y de racismos consolidados (de la gu­bernamentalidad neoliberal) y el que permitió de uno u otro modo la llegada al poder de los gobiernos “progresistas”. A tal conjunción de dinámicas se debe la nueva gobernabilidad.

En medio de la crisis, fueron también los movimientos y las experiencias de una nueva radicalidad las que pusieron en cuestión la ges­tión neoliberal del trabajo y de lo común (recursos, tierras, bienes públicos, conocimien­to, etc.). Dichas dinámicas dieron lugar a una tentativa de atravesamiento social, aún si de modo parcial, del estado (como aparato, pero aún más como relación); un estado que es ya una forma-en-crisis. Las innovaciones puestas en práctica, lejos de constituir nuevos modelos políticos a copiar, se exhibieron –allí donde tu­vieron oportunidad de desarrollarse- como lo que son: tanteos tácticos en una disputa por re­definir la relación entre poder y movimientos.

Ya que si entre nosotros el neoliberalis­mo “duro” pudo definirse como el esfuerzo por encauzar y resumir lo social en la esfera del mercado (privatización y mercantiliza­ción general de la existencia, de la naturale­za, también del estado y las instituciones vía tercerización), el nuevo protagonismo social y su vocación destituyente dieron cuenta de la violencia de esa síntesis, devolviendo a la esfera pública la densidad política que el tra­tamiento puramente mercantil le amputaba, determinando la expansión de una verdadera diferencia en la escena política.

La nueva gobernabilidad ya supone enton­ces una complejización en la gestión de lo social, instalada desde finales de la dictadura. Pero su novedad radica en que los movimien­tos sociales se proponen –con éxito diverso– determinar normas, orientaciones y dinámicas de gobierno (estatales y no estatales), en un es­pacio que está también en permanente dispu­ta. De tal carácter novedoso no se desprende una definitiva e irreversible valoración positiva de su accionar. Sino la constatación de que la plasticidad y ambigüedad de estos procesos es enorme, pues están sometidos por su propia naturaleza a los vaivenes de la lucha política.

Lo que sucede en torno de esta nueva go­bernabilidad, los procesos concretos que limi­tan y/o amplían cada vez su dinámica demo­crática, es lo que nos interesa analizar a partir de aquí. Para lo cual debemos tener en cuenta dos dimensiones. Por un lado, que la “crisis de los movimientos sociales” tempranamente planteada por el colectivo Mujeres Creando. se tradujo en buena medida como dificultad para propiciar y profundizar políticas innovadoras en el plano institucional y en la propia dinámica de movimiento. Por otro, que la nueva gobernabi­lidad insinuada en ese encuentro de dinámicas heterogéneas, se basó en el reconocimiento parcial y paradójico de los enunciados colecti­vos que surgieron en la crisis. Lo cual hizo que estas expresiones sean recodificadas desde las instituciones como meras demandas, desacti­vando su aspecto disruptivo y transformador.

La excedencia producida por las experiencias sociales más novedosas de la última década no ha encontrado modos duraderos de expresión pública autónoma. Sin embargo, una modalidad de ese plus de invención persiste bajo premisas posibles de ser tenidas en cuenta por diversas instancias de gobierno en el presente. En este sentido puede entenderse el postulado que ha inhibido la represión política en varios países del continente, o la hipótesis de que no es ren­table seguir apelando al discurso del ajuste y la privatización. Ambos, si bien pueden ser con­siderados “enunciados negativos” en la medi­da en que traducen como prohibición lo que había emergido como apertura destituyente, al mismo tiempo muestran el carácter duradero de sus efectos cuando llegan a ser percibidos como principios axiomáticos inevitables.

De esta manera, las marcas que la crisis (con sus protagonistas) inscribió en el tejido institucional resultan aún hoy visibles, en ple­no proceso de normalización y debilitamiento de los propios movimientos. Y esta persisten­cia se da como un juego de reconocimientos parciales con efectos variables (reparatorios, de confiscación, compensatorios) que, sin embargo, excluyen la perspectiva concreta de la reapropiación social de lo común surgida de la agenda de los movimientos a nivel regional ….

Digámoslo una vez más: la ambigüedad caracteriza este momento. Los enunciados democráticos que sobreviven a las circunstan­cias que le dieron origen quedan sometidos a nuevas interpretaciones de las fuerzas en dis­puta, al punto que su despliegue ya no depen­de de los sujetos que los concibieron, sino de quienes adquieren en el presente la capacidad de retomarlos según sus propios fines. El es­cenario remite así a un juego de espejos, en el que todos nos preguntamos por el destino de tales premisas, mientras las posiciones no cesan de multiplicarse. No son comparables, por ejemplo, la tentativa del Partido Único de la Revolución Bolivariana de Venezuela con los dilemas que enfrenta Morales ante la ofen­siva reaccionaria de la Medialuna; así como no se asemejan situaciones tan frágiles como la de Paraguay con los países que, al estilo de Ecuador, han logrado procesos constituyen­tes. Tampoco pueden asimilarse entre sí, sin más, el avance militar y paramilitar en la zona de Chiapas, la incapacidad del PT por crear una candidatura que no sea la de Lula, o el es­trechamiento de los interlocutores que, tanto dentro como fuera del gobierno, ahuecan la escena política argentina.

El debilitamiento de las tendencias más virtuosas que caracterizaron a la nueva go­bernabilidad ha determinado el bloqueo de su espíritu innovador. Dando lugar así al tiempo de atoramiento en el que estamos inmersos: el impasse.

Nueva gobernabilidad y buen gobierno

Con la consigna del mandar obedeciendo, los zapatistas intentaron redefinir justamente la re­lación del poder desde abajo con las instancias de gobierno una vez que se ha desestimado la captura del estado como medio privilegiado del cambio social. Mandar obedeciendo se convirtió así en sinónimo de otra fórmula: la del buen gobierno. Fueron ellos también los primeros en tratar de experimentar una dialéctica con el gobierno local y nacional cuando iniciaron los Diálogos de San Andrés, luego del levan­tamiento armado en Chiapas. Con aquel fraca­so sobre las espaldas, los zapatistas hicieron pública su desconfianza ante la más reciente ola de los llamados gobiernos “progresistas” o “de izquierda” en la región, relanzando, con La Otra Campaña, su convocatoria a los de abajo y a la izquierda social y autónoma.

¿Qué implicancias tuvo que Evo Morales terminara su discurso de asunción en enero del 2005 diciendo que se disponía a mandar obedeciendo? ¿Qué indicaba el desplazamiento de esta consigna política a la tan disímil situa­ción boliviana? En primer lugar, señaló el peso de los movimientos sociales que, en su fuerza movilizadora y desestabilizante, forzaron un “más allá” de las formas representativas de gobierno. Pero en segundo lugar, resaltó la paradoja por la cual son esos mismos movi­mientos que han hecho de la desobediencia su plataforma de acción política, la base de una nueva gobernabilidad desde entonces en formación. El uso del mandar obedeciendo en Bolivia se aplicó al proyecto de coexisten­cia entre, por un lado, estos poderosos mo­vimientos sociales que vienen enfrentando hace décadas al neoliberalismo y al racismo y, por otro, a un conjunto de corporaciones tras­nacionales y actores políticos relevantes en la pugna en torno a la explotación de recursos (naturales-sociales) claves para la inserción de Bolivia en la economía mundial.

Así, entre la “nueva gobernabilidad” y la idea de “buen gobierno” zapatista desplegada en las Juntas de Buen Gobierno se juega el contenido del mandar obedeciendo. Más que dos hipóte­sis contrapuestas, ambas –cuando no quedan cristalizadas como polaridades irreconcilia­bles– intentan pensar la cuestión del gobierno en relación al poder constituyente desde abajo. Y muestran cómo un elemento comunitario, tal como el mandar obedeciendo, se ha vuelto un elemento radicalmente contemporáneo a la hora de pensar nuevas hipótesis políticas.

Los zapatistas, sin embargo, han compro­bado que en México esa dialéctica entre go­biernos y movimientos puede no funcionar y que, su fracaso, obliga a los movimientos a una nueva fase de silencio y, a veces, de recon­versión sustancial de sus estrategias.

¿Qué pasa cuando ciertas tendencias al mandar obedeciendo posibilitan una tentativa de atravesamiento del estado inaugurando una dinámica de nueva gobernabilidad? Diji­mos que los movimientos sociales (y ahora nos referimos de manera más precisa a los su­jetos concretos, organizados en torno a luchas experimentales bien encarnadas) se quedaron sin “expresión pública autónoma”. El plano transversal de producción y elaboración polí­tica que emergió durante la fase más callejera de la crisis ya no existe o sólo puede verificar­se de manera fugaz, lo que impide construir pragmáticas que desplieguen en un sentido emancipador las premisas conquistadas.

En el impasse constatamos, entonces, el agotamiento de cierta modalidad del antago­nismo, ya sea en su versión multitudinaria y destituyente como en su capacidad para ins­pirar nuevas instituciones (post-estatales). Ese decaimiento de la tensión antagonista permi­tió el relegamiento de un conjunto de dilemas formulados por las luchas, en torno al trabajo asalariado, la autogestión, la recuperación de fábricas y de recursos naturales, la representa­ción política, las formas de deliberación y de­cisión, los modos de vida en la ciudad, la co­municación, la soberanía alimentaria, la lucha contra la impunidad y la represión. Lo cual pue­de ser considerado un indicador de la incapa­cidad relativa de los “movimientos” (es decir, nuestra) para jugar con versatilidad en la nueva situación. Versatilidad que no refiere sólo (ni fundamentalmente) a una eventual participa­ción en el juego “político coyuntural”, ni a la in­sistencia en un enfrentamiento sin destino (en la medida en que carece de anclaje), sino sobre todo a la posibilidad de independizar ámbitos propios desde los cuales leer el proceso de ma­nera autónoma. A tal fin, sólo una madurez po­lítica de los movimientos aporta la capacidad táctica para hacer de la autonomía una pers­pectiva lúcida en los momentos de máxima ambivalencia, y poner en juego sus múltiples dimensiones. Sin embargo, el potencial demo­cratizador de los movimientos sociales ha quedado en suspenso, preso de los cánones del economicismo (que hacen del aumento del con­sumo el único contenido a tener en cuenta), o confinado a una dimensión estrechamente institucionalista, con los que se ha identificado, muchas veces, la nueva gobernabilidad.

Pero el impasse está también tramado por otro tipo de indefinición, que surge del agota­miento de las formas de dominio heredadas y la confirmación de ciertas invariantes que apuntalan la dominación como tal. Especial­mente la reposición de formas de gestión neoliberal del trabajo bajo una narrativa desa­rrollista. Que no sólo no permite aprovechar el balance sobre tal cuestión que han desple­gado los movimientos, sino que desproble­matiza narrativas que conviven muy bien con nuevas dinámicas de acumulación destructi­vas de la ampliación de la posibilidad demo­crática del uso de los bienes colectivos.

América latina: un atravesamiento de la crisis

La coyuntura de América latina ofrece así dos aportes para reinterpretar críticamente la crisis que afecta la escena global. Pon un lado, el cau­dal de imágenes que anticiparon el descalabro del neoliberalismo, ahora generalizado (espe­cialmente en Venezuela y Bolivia, en Ecuador y en Argentina); por otro: haber expuesto cómo la constitución de una subjetividad política desde abajo habilita la posibilidad de un “atra­vesamiento democrático” de la crisis.

Esta interesante duplicidad, sin embargo, ha sido traducida de manera neo-desarrollista por muchos gobiernos del continente, que si bien asumen el escenario de crisis, extraen de él argumentos que incitan la reposición de un imaginario estatal-nacional, plagado de año­ranzas por las formas salariales.

La falta de matices de los discursos que configuran al oficialismo argentino actual, se debe a su insistencia en oponer abstractamen­te secuencias que en verdad no resultan an­tagónicas: “liberalismo o desarrollo nacional”, “mercado o estado”, “economía o política”. Tal manera de expresar los conflictos, si bien pro­vee legitimidad inmediata y distribuye los roles en la escena, conlleva el riesgo de reponer la vigencia del neoliberalismo “político”, ya que elude toda reflexión crítica sobre los modos en que se articulan institución y competencia, lo privado y lo público, democracia y consumo. La renuncia a construir un diagnóstico singular y la incapacidad de generar lecturas originales sobre la naturaleza de la crisis contemporánea tienen como correlato políticas que no consi­guen dar cuenta del desafío actual.

El impasse se superpone así con la crisis mundial del capitalismo: mientras el capital in­tenta redefinir nuevos lineamentos para su re­producción, la dimensión global del debate pa­rece concentrada en evaluar las implicancias de una renovada política de intervención estatal. La reedición de este viejo binarismo supone, se­gún Michael Hardt, la ausencia de racionalida­des que consigan expresar la potencia surgida de los sucesivos y recientes ciclos de lucha.

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Mitológicas

Las luchas contra el neoliberalismo en la América latina de la última larga década y me­dia resultan inconcebibles sin el desarrollo de movimientos que recobran o reinterpretan un mundo indígena, unas culturas originarias, y toda una miríada de elementos mitológicos que, subordinados durante siglos al occiden­te colonial, forman parte de un potencial más amplio para fabular el presente.

La existencia ambivalente de estos ele­mentos mitológicos está dada por el hecho simultáneo de alimentar la imaginación de nuevas formas de gestión de lo común y de autonomía de lo social, por un lado; y, por otro, de funcionar –en su reverso– como vía de subordinación de poblaciones al paradig­ma nacional desarrollista. Como hemos indi­cado, el neodesarrollismo estimula un imagi­nario de reconstrucción de los lazos sociales alrededor del pleno empleo, al tiempo que se sostiene en el trabajo precario: numerosos elementos mitológicos participan hoy de hi­bridaciones complejas, que los vuelven fun­cionales a estas dinámicas.

¿Qué nos dice la recomposición de formas de empleo alrededor de economías como la textil sustentadas en el llamado “trabajo escla­vo” de los talleres clandestinos, que mixturan relaciones y métodos cooperativos provenien­tes de las culturas originarias del altiplano bo­liviano con criterios de valorización capitalis­ta?, ¿o el aprovechamiento de las habilidades y costumbres de las quinteras y quinteros, también migrantes de Bolivia, que hoy produ­cen buena parte de la fruta y la verdura que se consume la metrópolis Buenos Aires?

¿Son estos elementos comunitarios (lin­güístico-afectivos), en un ensamblaje posmo­derno (¿pos-comunitario?), aprovechados en su reverso como fuente de nuevas jerarquías y formas de explotación? ¿Qué pasa cuando esos mismos elementos mítico-culturales en­tran a formar parte de la dinámica de creación de estereotipos y estigmas12 que justifican la política de división social de la ciudad en nue­vos guetos y zonas de hiper-explotación labo­ral? ¿O es directamente incluido en el cálculo de abaratamiento de la mano de obra?

¿Cómo coexisten, entonces, estas tradi­ciones comunitarias con el mito moderno, siempre fuerte –y hoy omnipresente– en Ar­gentina, referido a los “años gloriosos” de la sustitución de importaciones, al mismo tiempo que el mercado de trabajo se recom­pone actualmente a partir de elementos pre­cisamente no modernos (jerarquías por raza y color de piel, etc.) y posmodernos (como los movilizados en buena parte de la economía de servicios)?

A la multiplicidad de tentativas abierta por la experimentación social ante la crisis, la glo­rificación del empleo post devaluación inter­preta el estallido del 2001 y la coyuntura abierta del 2002-2003 como catástrofe a exorcizar y vuel­ve a situar la desocupación como amenaza y argumento de legitimación ante la posibilidad de una nueva devaluación.

Decíamos que el rechazo al trabajo y la re­cuperación de elementos mitológicos consti­tuyen, entre otros, componentes de una ca­pacidad política y actual de fabular. Incluidos como tensión desplazada en las ambigüeda­des del presente, forman parte de procesos de constitución de subjetividad en el impasse.

Hoy, aquel rechazo del trabajo (su politiza­ción, su materialidad rupturista, su otra ima­gen de felicidad) es una textura difusa en los barrios periféricos (tanto aquellos que están en el centro de la ciudad como en los antiguos “cordones industriales”): está incluido en el cálculo urbano de muchos que prefieren parti­cipar de redes más o menos ilegales y/o infor­males antes que conseguir algún empleo es­table; es visible en muchas de las estrategias de los pibes más jóvenes que no tienen en su horizonte la posibilidad del empleo y sí mu­chas otras formas de ganarse y arriesgar sus vidas; y en otros todavía insiste como búsque­da de soluciones autogestivas o cooperativas para resolver la existencia diaria. Del mismo modo, las tendencias desguetificadoras y des­racializadoras, forman parte de los momentos comunitarios y contraculturales más vivos en la ciudad. Se trata de componentes minorita­rios de una difusión extendida (en este sentido apunta la caracterización del momento actual de Suely Rolnik), un compuesto activo que de­manda suma atención.

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Contra el monolingüismo del capital

Sobre esta consistencia de promiscuidad, ¿qué ocurre con la política radical?

Si bien el mérito más explícito de las prácticas y enunciados que se difundieron a comienzos de este siglo en nuestro país (autonomía, horizontalidad, lucha callejera, insurrección) fue revelar la inconsistencia de la institución política previa, hubo otra cara de aquel nuevo protagonismo social que tam­bién fue decisiva: abrir un amplio campo de experimentación, atravesado por todo tipo de preguntas y afirmaciones. Por eso hoy, cuando nos interrogamos por la actualidad de la política, resulta imprescindible tener en cuenta el extenso proceso de recodificación de lo social que ha motivado el cierre relativo de dicho espacio experimental.

Una de las capas que conforman el impas­se, quizá una de las más difíciles de analizar, involucra la existencia de fragmentos discursi­vos e identitarios que pertenecen a la memo­ria de luchas con las que hemos aprendido a conjugar, precisamente, el verbo hacer política. Esta apelación a ciertas fórmulas y simbolo­gías que provienen de tradiciones combativas (incluso las más recientes), ha contribuido a reorientar procesos de aguda conflictividad (abiertamente indomables), según dinámi­cas polarizantes que menosprecian la riqueza sensible del antagonismo, reduciendo el hori­zonte de la invención colectiva. Cuando la di­ferencia política es reconstituida en términos de opciones binarias, la experiencia constitu­yente termina siendo reemplazada por una re­presentación codificada de la misma.

Aun así podemos distinguir momentos de decodificación y tentativas de interpretaciónautónoma, a partir de esfuerzos de substrac­ción relativa que perforan la convocatoria polarizante. No se trata de experiencias idea­lizables sino de situaciones activas que, pro­duciendo sus propios lenguajes, dan lugar a derivas laterales que intentan esquivar el có­digo dominante, aquel que se articula con el paradigma de gobierno e instituye el mono­lingüismo del capital.

Nos referimos a procesos en los que la co­existencia de una pluralidad de elaboraciones de sentido, de territorios vivos, de vínculos significativos, origina composiciones singula­res e irreductibles. En este sentido, la produc­ción de inteligibilidad desborda el ámbito de lo discursivo y se abre a un diagrama (afecti­vo, imaginario, corporal) mucho más amplio, que se constata tanto en los niveles de mayor visibilidad pública y mediática como en los espacios callejeros, las economías domésti­cas-informales y hasta en nuestros órganos fisiológicos (ojos, cerebros, riñones).

El antagonismo no ha desaparecido. Ha sido conducido a la polarización, pero a la vez ha sido diseminado en el fango y la pro­miscuidad, al punto de jugarse como posibi­lidad en cada situación. De allí, entonces, que podamos insistir con el valor propiamente político de los colectivos (mayor cuanto más inadecuado a la discursividad ambiente) que rehúsan disolverse en el sentido común arti­culado en el proceso polarizador.

Si tanto nos cuesta distinguir en qué con­siste hoy la intervención política es por la ambigüedad y el vértigo que imposibilitan cualquier afirmación tajante y complejizan el ejercicio de la valoración. No se trata de reac­cionar de manera conservadora, reponiendo las certezas que han quedado en pie. Hay que sumergirse en este medio ambivalente, lleno de potencialidades muy reales que no llegan a manifestarse, pero que impiden el cierre defi­nitivo de “la realidad”.

Quizás la política sea, cada vez más, esta inflexión por la cual damos consistencia a las situaciones en las que nos involucramos, des­cubriendo la capacidad para fabular por nues­tra cuenta. Esta labor requiere de una delicada artesanalidad.

The English translation of this extract, published in Turbulence 5, is available here.

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